En junio de 1980, tuve la oportunidad, junto a mi compañero Diego Bernal, de la Agencia EFE en Santiago de Compostela, de conocer en el convento de San Francisco, en la capital gallega, a Fray José Gómez, recién designado obispo de Lugo por el Papa Juan Pablo II.
Su consagración episcopal se celebró el 28 de junio de ese mismo año, en la Catedral de Lugo, convirtiéndose en el prelado número 100 en la historia del Obispado Lucense. La ceremonia fue presidida por el Nuncio Apostólico en España, monseñor Luigi Dadaglio, acompañado por monseñor Ángel Suquía Goicoechea, arzobispo de Santiago, y monseñor Carlos Amigo Vallejo, arzobispo de Tánger. Concelebraron también los obispos de las diócesis gallegas, los auxiliares de Santiago y Oviedo, el de Palencia, el obispo emérito de Tánger, así como el provincial de los Franciscanos de Santiago, el rector de San Francisco el Grande de Madrid, el abad mitrado de Osera, el prior de Samos, el abad de la Colegiata de La Coruña y un nutrido grupo de sacerdotes diocesanos y religiosos.
Actuaron como padrinos de la ceremonia su padre, don Arturo Gómez, y su hermana, doña María Cruz Gómez González. Tras la misa, se realizó la toma de posesión conforme a la normativa vigente.
La Catedral lucense estaba abarrotada de fieles, que acompañaron el acto con aplausos y ovaciones, creando un ambiente festivo y profundamente religioso. Para mí, fue un privilegio cubrir aquella jornada luminosa y colorida, llena de emoción y significado.
Sin embargo, la alegría del día se vio ensombrecida al regresar por la carretera nacional A-6 hacia Santiago de Compostela. En el trayecto me encontré con un trágico accidente mortal que había sufrido una familia que, como yo, regresaba de la ceremonia. De inmediato, tuve que ponerme a trabajar para informar sobre aquel desgraciado suceso.
Fue una jornada intensa y agridulce, marcada por la histórica toma de posesión de fray José Gómez como obispo de Lugo y por la inesperada tragedia que se cruzó en el camino.
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