Mucho he disfrutado y aprendido en la sorprendente, acogedora y eficiente Finca Torremilanos, en el corazón de la Ribera del Duero, a la que voy desde Aranda de Duero por una carretera rodeada de árboles y un paisaje de viñedos.
La primera sorpresa llega al entrar en la Finca. Nada menos que un jardín de rodaje para películas, con un viñedo en primer plano que protege a una fuente redonda, y muchas flores que decoran la entrada del hotel con unas figuras de bronce que te acompañan en la terraza. Se percibe excelencia, originalidad, estilo.
La curiosidad me hace tener prisa por descubrir el interior del hotel, porque no sé por qué estoy seguro de que voy a encontrar algo que me va a gustar mucho. Y así es, un hall precioso, todo como un museo. Las instalaciones tienen grandes salones con unos ventanales que te invitan al relax al mirar los viñedos. Aquí se celebran grandes eventos y reuniones de empresas, ya que disponen de 38 habitaciones.
Y, claro, una tienda para la venta de los ricos caldos (Torremilanos, Torre Albéniz, Roble Viejo entre otros), certificados todos como ecológicos en reconocimiento al respeto y protección del medio ambiente por parte de la empresa. El 80 por ciento de la producción se exporta a Estados Unidos, Suiza, China, América Latina, Japón y Rusia.
Me recibe Miguel Ángel Peñalba, enólogo y químico, responsable de las 200 hectáreas de viñedos de la familia. Me lo enseña todo, y a medida que recorro la finca aumenta mi admiración: en esta bodega no se tira nada, se aprovecha todo.
El negocio, me cuenta, es familiar, sobre la base de una finca que ya producía en 1903. Pero lo empezó la familia Peñalba López. Su tío Pablo Peñalba, ya fallecido, como gerente, y la esposa de éste, Pilar Pérez Albéniz, actual Consejera Delegada, una mujer experimentada en los negocios, con mucha clase, y sabiendo coordinar la empresa de esta gran familia. Junto con los hermanos Félix -padre de Miguel Angel – y Juan y Francisco Peñalba.
Ahora dirigen la empresa la siguiente generación, los primos Peñalba: Ricardo, responsable de la bodega; Vicente, en Miami como delegado para América; y Juan Pablo, que gestiona el hotel.
Invitado a una cena familiar, muy cálida, me retiro pronto a la habitación, rodeada de árboles en un paisaje de naturaleza amable que te reconforta, porque a las siete de la mañana quiero sorprender a una familia de 20 corzos que campean por toda la finca y que, al carecer de pastos por la sequía, se meten en los viñedos y hacen mucho daño.
También acompaño a una cuadrilla de 27 vendimiadores, hombres y mujeres, con tres tractores que van recogiendo las cajas de uvas. Este año la cosecha ronda el 90% menos por las heladas y la sequía, lo que no recuerdan los más ancianos del lugar desde hace 80 años.
El cuidado del terreno incluye el trabajo del cetrero Junan Antonio Sánchez con cuatro halcones espectaculares, especialistas en limpiar las zonas de aeropuertos y campos de cultivo, que se encargan de ahuyentar de las doscientas hectáreas de viñedos a los pájaros, que intentan alimentarse del 10 por ciento que queda de la cosecha.
Mientras los tractores llevan las uvas a la bodega donde entran en la cadena de elaboración para sus caldos, Miguel me cuenta con satisfacción y orgullo que es de los pocos bodegueros que practican la agricultura biodinámica, así como su compromiso de elaborar los vinos ecológicos de gran calidad, y que aprovechan todo para realizar de manera natural su propio compostaje.
Soy también testigo de cómo fabrican aquí mismo sus propias barricas de roble francés para los caldos. El artesano es Gheorghe Tutulea, que me dice que tarda en cada tonel dos horas, dándole forma poco a poco, y el tono correcto que necesita hasta que consigue el objetivo de la calidad. Del tostado del fuego, mientras se fabrica el tonel, se desprende un olor ahumado que en su momento lo tomarán los vinos, y el cava, que también producen.
El compromiso es que el vino sea tan exquisito que se convierte en un medio para hacer amigos.
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