Cuando era niño, allá a finales de los 60, lo más frecuente en mi casa era que sonara el timbre y fuese una visita inesperada. Vecinos, parientes y amigos a los que se les ocurría pasar un rato agradable en casa de otra familia. Solía ser de improviso y sin que mediara aviso, porque en aquellos tiempos no todo el mundo tenía teléfono (al fijo nos referimos, que móviles aún no había). Y se les ocurría visitarte porque, como tampoco había casi televisores y la Internet no existía, la gente se entretenía conversando cara a cara y contándose sus cosas. Así de raro era el mundo, para que se hagan idea.
Para esos previsibles imprevistos, jamás faltaban en casa dulces, fiambre, aceitunas y unos cuantos cacahuetes, que amenizaban la tarde junto con vino y gaseosa, cerveza o café con leche. Si la reunión era amena y gratos los visitantes, se abría entonces la puerta de la gruta del tesoro: el mueble bar alojado dentro de la librería y que guardaba la esencia del estatus familiar. Los licores que albergaba no eran por entonces muchos. Ginebra y ron no se usaban, el vodka era de bolcheviques y el whisky empezaba a asomar en su versión segoviana. Amén de excentricidades como Cynar, Calisay, el Licor 43 o quina Santa Catalina, sólo dos cosas había que jamás podían faltar en esa microbodega.
Una el oscuro coñac, que así se llamaba al brandy en esos tiempos ignaros en que el cava era champán, y en su etiqueta lucían en letras de vetusta forma nombres de reyes y duques o glorias de tiempos lejanos. Y dos, la botella de anís, cuya etérea y translúcida presencia latía bajo intrincados dibujos de mujeres en atuendo regional, simios de aire extraterrestre y antiquísimos toreros, cuyo nombre engalanaban floridas tipografías.
Así quedó en mi memoria el nombre y la fotografía en añejo blanco y negro del gran Rafael González «Machaquito», uno de los Cinco Califas del toreo cordobés, quien antes de morir en 1955 tuvo la clarividencia de saber que acabaría siendo más recordado por bautizar un anís que por sus impecables estocadas.
Que el diestro llegara en 1892 a las embotelladoras fue obra de otros cordobeses, los Reyes, que destilaban en Rute desde 1876 licor de matalahúva, también denominada anís. La planta, conocida desde antiguo por su fragancia y propiedades carminativas, salvó de la ruina a infinidad de familias cuando el insecto de la filoxera aniquiló los viñedos españoles a partir del último cuarto del siglo XIX. Los viticultores ruteños reorientaron el negocio al anís, de enorme consumo entonces. Más de setenta destilerías llegaron a aromatizar el municipio, de las que sólo tres sobreviven y una de las más antiguas acoge un Museo del Anís.
Justo al lado de él se alza la destilería Hijo de Rafael Reyes, S.A., más conocida como Machaquito, después de que el abuelo del actual propietario convenciera al matador de que le cediera su imagen. Decisión acertada; el éxito de la marca hizo que pronto surgieran anises imitadores con apodos de toreros. Lo certero de la idea, la imagen y la tipografía también es palpable en que en todos estos años, apenas se han modificado y el grupo Gabinete Caligari adoptó su estética para la portada de un disco.
Poco queda hoy de la destilería original, aparte de la fachada, tras el incendio que la arrasó en 1985. Pero aun reconstruida, apenas nada ha cambiado. Sus cuatro alambiques de cobre -metal que es fundamental, pues da sabor al licor- presiden la factoría, aguardando con paciencia a que el maestro destilador los llene de agua, alcohol y matalahúva y los mantenga bullendo durante veinticuatro horas. El líquido originado por esa destilación se vuelve a poner al fuego con más granos de anís, y al cabo de otro día entero pasando por el serpentín, ya está listo el licor seco de 55 grados que ha dado fama a la destilería. Hasta 250.000 botellas salen de aquí cada año a España y el extranjero. Andalucía y Cataluña son sus mayores mercados, mientras que en el extranjero son México y Japón las giras que más gustan al torero. También fabrican unas 100.000 botellas al año de anís dulce -rebajado con jarabe de azúcar hasta los 35 grados-, además de anís tridestilado y licores de frutos diversos, como guindas o bellota.
El maestro destilador, cuyas mezclas son secretas, también determina el resultado controlando la intensidad del fuego bajo el alambique. La hoguera siempre es de leña, que por hallarnos en Rute, es de madera de olivo, pues toda la serranía está cubierta de ellos. Cuando los cuatro alambiques están en funcionamiento, consumen una tonelada de combustible al día.
- Licor Machaquito Anís
- Licor Machaquito Anís
- Licor Machaquito Anís
- Licor Machaquito Anís
- Licor Machaquito Anís
- Licor Machaquito Anís
- Licor Machaquito Anís
- Licor Machaquito Anís
Otro ingrediente esencial es, claro, la matalahúva. Unas treinta toneladas gasta cada año sólo esta destilería, la mayoría de ellas cultivadas en la propia provincia y en Málaga. «Turquía es el mayor productor, pero esa no la usamos. Cada matalahúva tiene una riqueza en aceite esencial de distinta categoría. Previamente la analizamos, y la que no sea de absoluta calidad y superior al 23% no la usamos», explica Manuel Reyes, bisnieto del fundador y dueño de una empresa en la que trabajan siete personas entre operarios, administrativos y comerciales. Entre todos sacan adelante un negocio que se mantiene gracias en buena medida al prestigio de la marca, presente en películas, teleseries y reportajes, pues nunca faltó en la mesa de literatos como Camilo José Cela, Francisco Umbral y Manu Leguineche.
Pero el consumo de anís va a menos, y Manuel lo sabe bien. «No es por la crisis, sino por la falta de asiduos al licor. Las generaciones nuevas beben otras cosas». Los tiempos y las modas cambian, y hoy se lleva el combinado. El anís, de intenso olor, mezcla mal con casi todo, excepto consigo mismo (de rebajar seco con dulce surge el ligaíto), con brandy (el solisombra) o con una simple agua, ya sea fría con hielo (llamado así palomita) o caliente en infusión, como café o manzanilla. «Antes de que la farmacia estuviese tan desarrollada, de chicos, todos hemos tomado alguna manzanilla con unas gotas de anís que la aromatizaba», recuerda Manuel.
Manzanilla con anís para digestiones arduas, para beber lentamente mientras se disfruta un libro o se sirve con los postres al invitado a comer. O palomitas en jarras, en las tardes de verano, mientras se charla a la sombra de un árbol en el jardín. Solisombras en invierno, para mitigar el frío al lado de la chimenea hablando con la familia. Y ese chorrito de anís que da alegría al café durante una sobremesa de plática con amigos.
Mala época vivimos para una bebida así, que siempre requiere tiempo y una buena compañía. Un licor inigualable para beber paladeando y en pequeñas cantidades, porque conviene tener siempre el debido respeto a los terribles efectos que origina cuando embriaga. El anís es ese alcohol que, como los buenos toreros, invita a parar y templar la vorágine vital y a mandar sobre los tiempos. Hoy, tantos decenios después de aquellos años 60, cuando vienen las visitas a echar a casa un ratico, siempre que saco el anís saben que son bienvenidos.
Por Eliseo García Nieto
Fotos.Mondelopress.com